"Pablo Pineda no es una excepción; no hay límites para los niños Down"



Entrevista al catedrático de Didáctica e impulsor del Proyecto Roma Miguel López Melero. El prestigioso especialista de la UMA insiste en las competencias potenciales de las personas con trisomía y en el valor de la educación solidaria. Cree que la función pública ha desaparecido de la escuela y critica la obsesión con los itinerarios. "La inteligencia no es algo predeterminado, se construye", añade.

Las formulaciones de Melero, como le conocen en el ámbito universitario, conforman desde hace años una de las grandes aportaciones científicas, y, sobre todo, prácticas, al estudio de la enseñanza y de la integración. Su sistema pedagógico, estructurado con el marbete de Proyecto Roma, ha sido implantado con éxito en países como México y Brasil. Premio internacional de investigación Caja Navarra, y con un diagnóstico precoz de poliomielitis, el catedrático, procedente de Granada, ha sabido arbolar a partir del concepto de diferencia un método eficaz y transformador, profundamente arraigado en el sentido ético de la escuela pública y de la democracia. Durante más de treinta años, supervisó la formación de Pablo Pineda, el primer titulado trisómico de Europa.

Su proyecto educativo ha sido responsable de la formación de la primera generación de personas con síndrome de Down que rompe auténticamente barreras. ¿Dónde está el límite de su aprendizaje? ¿Podrían llegar a ocupar puestos de liderazgo?
No creo que haya límites. Llevo 42 años estudiando e intentando comprender a los alumnos con Down y, muy pronto, trabajando como maestro, con niños, me di cuenta que había un error de partida que se repetía el planteamiento de su formación: habían sido tratados desde el principio como si fueran deficientes y no pudieran aprender, como si la inteligencia estuviera predeterminada y no fuéramos más que el desarrollo de una información genética. Me propuse demostrar lo contrario, que la inteligencia no viene dada, sino que se construye y depende de la interacción social; les inculqué conceptos, diseñé un modelo educativo y el resultado fue que todos los alumnos que participaron desataron sus competencias y aprendieron a leer y a escribir y que, por eso, a mí me hicieron doctor. Lo que fallaba era el método, no las personas.

Supongo que la experiencia resultaría, y más a principios de los ochenta, rupturista y revolucionaria. ¿Fue difícil introducir el cambio de paradigma en la comunidad?
Ése fue precisamente uno de los objetivos en el inicio del Proyecto Roma; cuando presenté mi tesis en Berlín, un grupo internacional me propuso viajar a Italia a aplicar mis teorías. Acepté, pero puse como condición que, a partir de ese momento, y para seguir avanzando, quería trabajar con el contexto. Una vez contrastadas las capacidades de los niños, era cuestión de cambiar la orientación de la flecha y centrarnos en el profesorado y en las familias; mostrarles también a ellos que era posible construir una noción de la inteligencia centrada en las diferencias, en la que ser distinto se viera como una virtud y no como un defecto. Y a partir de ahí intentar ahondar en los entornos para conseguir espacios más democráticos, autónomos y respetuosos con la diversidad.

La sensación es que, con la población Down, seguimos a ciegas, guiándonos a menudo por prejuicios. ¿Cuál es el coste de la estigmatización?
Las personas con Down son, como el resto, perfectamente competentes para aprender. El problema es que cuentan con menos oportunidades. Y eso, en gran medida, sucede porque desde que nacen son calificados como minusválidos y tratados de un modo distinto. No se considera, insisto, que la inteligencia es una construcción social y cultural cuyo desarrollo depende del aprendizaje; se interpreta que una persona es inteligente y que por eso aprende, cuando en realidad es justamente al revés: aprende y al aprender se vuelve inteligente. Con las personas Down se ha pensado siempre que, debido a sus dificultades de atención o de memoria, eran incapaces de aprender. Como mínimo, hasta que no corrigieran lo que se planteaba como una deficiencia.

¿En qué medida influye la versión clínica? El síndrome se define por sus manifestaciones, por la disfunción.
El Proyecto Roma también cuestiona el diagnóstico. Sobre todo, cuando se utiliza como vara de medir. Una persona puede tener una dificultad, una peculiaridad añadida, ya sea en el uso de la memoria o de la cognición, pero lo realmente importante es saber si estamos frente a algo permanente y estructural o si, por el contrario, puede superarse a través de la cultura y la educación. En el primer caso, no tendríamos nada que hacer; la segunda opción, que es en la que defendemos científica y empíricamente, nos permite apostar por el aprendizaje y dar desde el principio herramientas a los padres para que sepan cómo educar a sus hijos.

¿Qué tipo de ejercicios proponen?
Lo primero que decimos a las familias es que deben actuar desde la edad más temprana. El cerebro está siempre funcionando, incluso cuando se le da al niño de mamar, y su educación, en este sentido, es esencial. Ahora bien, no se precisa ir a un gabinete especializado; existen técnicas extraídas de la vida cotidiana que sirven para mejorar. Clasificar la compra, la vajilla, enseña, por ejemplo, a categorizar, a la organización del espacio y el tiempo. Y ese mismo principio lo llevamos al aula, donde tiene mucho valor el trabajo cooperativo, que los niños aprendan juntos, cada uno con sus peculiaridades, entendiendo que lo normal no es lo humano y lo menos común inhumano, que todos se enriquecen y mejoran con la diversidad.

¿Falla la escuela pública en ese objetivo de integración?
El Proyecto Roma se fundamenta en una serie de postulados elementales: que todas las personas están capacitadas para aprender, que el conocimiento se construye de manera social y que la escuela no es una mera asimilación de contenidos curriculares, sino un espacio para aprender a convivir y a ser demócratas. Nuestro horizonte y nuestra principal guía son los derechos humanos y los derechos del niño; saber que las personas con Down, son, ante todo, personas, y que el síndrome es accidental. En todo eso consiste una escuela pública, pero lamentablemente no se cumple: yo hablaría, por contraste, de escuelas estatales, centros que son financiados por la administración, pero muy limitados en cuanto al compromiso con lo que deberían y están obligados a ser.

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Fuente: http://www.laopiniondemalaga.es